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Cuando Laia nació, Cristina Durán (Valencia, 1970) enterró su primera vida y estrenó una nueva. Cristina Durán había sido una niña que fantaseaba con emular a los autores de los tebeos que leía tirada en el pasillo de la casa de sus tíos, una joven aferrada al dibujo como un salvavidas, una estudiante de Bellas Artes con ganas de meterse en líos creativos y una emprendedora profesional antes de que el abuso de la palabra llevase a detestarla.

Después de todo eso, del pasillo, del instituto, de la facultad, de fanzines, de fundar un estudio de ilustración y de reactivar el asociacionismo de los ilustradores en Valencia, tuvo a su primera hija. Laia, el bebé, estuvo a punto de morir nada más nacer debido a un derrame cerebral. Cristina Durán y su pareja, Miguel Ángel Giner Bou, también dibujante y guionista, emprendieron un sube baja por montañas emotivas, que decidieron compartir en su primera novela gráfica, Una posibilidad entre mil (Sins Entido). La escalada continuada les transformó en otras personas. Con Laia, afirman, “todo empezó de nuevo”.

“Teníamos mucha necesidad de contarlo. Fue una historia tan dura y tan cañera que, sin embargo, tiene un tono positivo y ascendente que nos parecía una pena que se quedase solo en la familia”, reflexiona por teléfono la dibujante. Había una segunda razón: homenajear a todos los que se habían implicado para que se materializase la posibilidad entre mil. Y una tercera: visibilizar la discapacidad. “Es una putada que te pase esto, pero puedes rehacer tu vida. A nosotros nos la ha cambiado”, sostiene.

En mayo de 2009 se publicó el cómic. 120 páginas en bitono, con un verde austero como único color, donde, una vez sobrepuesto al puñetazo de la historia, se repara en el singular trazo de Durán. Sus delineaciones son gruesas, como si cada objeto o personaje hubiese sido reforzado con kohl. Algo en sus dibujos de rostros poligonales evoca la geometría del cubismo de los primeros días. “He tenido un estilo propio desde muy pronto, aunque en el pasado era más tosco”, señala la creadora, que creció marcada por revistas como Madriz o Cairo y autores como Ana Juan o Javier Olivares.

Aquel cómic se construyó sobre el recuerdo, pero el siguiente se gestó sobre la marcha. En La máquina de Efrén (Sins Entido), Durán y Giner Bou ofrecen un segundo episodio autobiográfico tan intenso como el anterior e infinitamente menos duro: la adopción de Selam, una niña etíope. “Fue una creación casi simultánea. Al mismo tiempo que viajaba con la emoción de conocer a mi hija, tenía que ir observándolo todo, tomando fotos y apuntes para la obra. Me cambió la forma de mirar”. La bitonalidad varía con las emociones: del verde al ocre. De luces de quirófano a soles africanos.

Para entonces, Cristina Durán, que había contado su historia en viñetas, veía cómo el cómic invadía su vida. “Nuestros libros coincidieron justo con la crisis. Y el estudio, que había vivido en un 90% de la ilustración, empezó a tener más encargos de cómic y de actividades relacionadas con él. Somos más pobres, pero más felices”, bromea. Talleres, charlas —a menudo relacionadas con la discapacidad— y títulos, como Pillada por ti, encargado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad para combatir la violencia de género entre jóvenes, o Viñetas de vida, un álbum colectivo promovido por Oxfam Intermón para reivindicar las inversiones en cooperación internacional y que les llevó a pasar dos semanas en Nicaragua.



Este año han publicado su tercer cómic de autor, Cuando no sabes qué decir (Salamandra Graphic), donde se cuelan vivencias universitarias de ambos y buena parte de sus referencias culturales de entonces. Un poco de autoficción teñida de colores suaves. Páginas donde Cristina Durán ha podido lucirse, con técnicas arrinconadas en sus últimos años como el gouache y con sugerentes recreaciones de glorias pasadas como Gloria Swanson. Un trabajo que no le ha arrancado jirones del alma como el primero. En este, al fin, se trataba de dibujar. Ni más ni menos.

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