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"El colmado sería una gran superficie, y la portería no existiría, sustituida por una oficia de banco; en la alcantarilla y el ascensor habría okupas; en la buhardilla estaría aporreando gente del Ayuntamiento reclamando el cobro de impuestos; los niños, en vez de cuatro, serían una decena porque todos vivirían con los abuelos y el caco, uno de esos banqueros de las preferentes… Pero, en el fondo, sería lo mismo y yo tendría los mismos problemas para llenar esos agujeritos”. Tiene razón Francisco Ibáñez (Barcelona, 15 de marzo de 1936). Han cambiado las formas y el diseño, pero España no está hoy mucho más lejos que la que reflejaba él el 6 de marzo de 1961 cuando estrenaba en la revista Tio Vivo su primer 13, Rue del Percebe, sin duda una de sus creaciones más celebradas junto a la del dúo Mortadelo y Filemón. Uno de los grandes mitos de la historieta española ve ahora rehabilitado su edificio con una edición especial integral que reúne las 342 historias que realizó, “en un trabajo de remero de galeras” según el propio Ibáñez, entre ese 1961 y 1968. Un lujoso homenaje (gran formato, lomo de tela, papel estucado, remasterización de colores, nueva rotulación de textos, antes de tipografía de máquina de escribir; total: 30 euros) con el que Ediciones B celebra los 80 años del dibujante, que cumplió ayer.

“Siempre estábamos buscando palabras estrafalarias; no sé si RAF ya la había utilizado eso de percebe; y quizá lo de hacer algo con gente a la que se ve dentro de una casa lo dibujó una vez Vázquez, no lo sé, yo no inventé nada… Quizá mi aportación fue que se tratara de todo un edificio; en definitiva, querían que hiciéramos algo distinto para llenar una página y salió esto”, rememora modesto Ibáñez los inicios de 13, Rue del Percebe. Algún vecino real suyo le pareció verse reflejado, pero no. Se fue inventado los tipos. Y le salieron casi arquetipos de una España aún muy gris donde el sálvese quien pueda, la pillería, cierta miseria y la chapuza imperaban. Ahí estaba el tendero Don Senén, auténtico artista en lo de estafar a sus clientes; el veterinario de muy dudosa profesionalidad (como casi todos los inquilinos en su tareas); Ceferino, un ladrón incompetente; don Hurón, el trajeado inquilino de la alcantarilla; la dueña de la pensión, especialista en apretujar a sus huéspedes como sardinas en los sitios más inverosímiles (“no saben cómo estaba entonces eso de los realquilados”, rememora hoy el dibujante); la cuadrilla de hermanitos gamberros que ahuyentan (o torturan) a todos los pretendientes de su atractiva tía… La fauna dio hasta para que la censura se metiera en el edificio: Ibáñez tuvo que dejar de dibujar al científico loco cuyas criaturas aterrorizaban a los inquilinos porque “el don de la creación solo lo tiene el Altísimo”, recuerda de la nota oficial. Lo sustituyó por un desastroso sastre. “Dibujaba con un ojo en el folio y otro en censura, más que nada porque con tanto trabajo era impensable tener que repetirlo todo si te lo prohibían”, confiesa.

Ibáñez echa a todos los inquilinos de menos, pero en especial a Manolo el moroso, el de la buhardilla, homenaje a su compañero Vázquez, y a Don Hurón “porque era facilísimo hacerlo: asomándose a la alcantarilla y basta”. Aquí empezaron los males del inmueble: 11 inquilinos y casi una quincena de historias matadas en un espacio minúsculo cada semana. “Eso era como subir el Everest”, recuerda. El mismo sistema de trabajo estajanovista imperante en Bruguera acabó derribando el edificio. “Cada semana yo tenía que hacer un Mortadelo y Filemón, un Rompetechos, un 13, Rue del Percebe, un Pepe Gotera y Otilio y un Don Pedrito, el muñeco de las bodegas Fundador que le gustaba mucho a Francisco Bruguera, quien compró los derechos de imagen para hacer unas historietas en papel que me cayeron a mí… Cuando empezaron a venir cartas y cartas pidiendo más mortadelos, conseguí librarme de lo que más trabajo me daba y eso era 13, Rue del Percebe”. Solo para un volumen especial de la serie Super Humor, en 2002 (que cierra el volumen), volvió a coger el lápiz para reanimarlos.

Pasan los años, pero el dibujante sigue trabajando hoy “exactamente igual que hace 30 ó 40 años”. O poco le falta: salen al mercado dos aventuras de Mortadelo y Filemón cada año de media: en 2015, por ejemplo, El Tesorero y ¡Elecciones! Dos exitazos: de cada uno se vendieron más de 100.000 ejemplares. Desde que el fondo de Bruguera pasó a manos de Ediciones B (1988), Ibáñez lleva vendidos más de 30 millones de sus historietas. Y ya ha entregado la infalible aventura olímpica, este año en Río de Janeiro: “Eso se ha de publicar antes de las pruebas porque, si no, las ventas son la mitad si sales en verano cuando empiezan”, contabiliza el propio dibujante… Todo eso explica por qué el mismísimo presidente del Grupo Z, propietaria de Ediciones B, Antonio Asensio Mosbah, acompañó ayer “con emoción y orgullo” a Ibáñez cuando apagaba las velas de su pastel de cumpleaños o cuando miraba como, al grito unánime de "¡Gracias, maestro!", le felicitaban vía vídeo personajes tan dispares como Forges, Jordi Évole o Jordi Hurtado.

“No, aunque se repitan las elecciones no haré otro álbum; estos políticos me hacen una competencia ilícita, como las repitan… Hacen reír más que yo”, ironizó quien, si bien admite que nunca ha utilizado a sus héroes Mortadelo y Filemón para hacer crítica social y política, “no son de derechas ni de izquierdas”, sí reconoce que, con los años y leídos de corrido, “sí reflejan usos y costumbres de este país y a veces no sé si mis personajes hablan como la gente o es al revés”.

Estaba feliz Ibáñez , pero había un deje de añoranza o cansancio en algunas palabras, como al reconocer el escaso eco institucional que ha tenido el mundo del cómic: “Esto no es Francia, donde se dedican grandes exposiciones a los dibujantes; lo de los tebeos va de baja… Lo veo en mis nietos: miran lo que yo hago pero lo que les gusta son las maquinitas, donde hacen sus personajes e historietas… Ellos sienten horror a esos gusanillos negros que son las letras”. Tampoco cree demasiado en la moda de los superhéroes, “menos trabajados ahora que antes, que los podías recortar y colgar como si fueran obras de arte; yo soy más de héroes más cotidianos o de esos muy críticos con la sociedad actual… Con eso y quizá las novelas gráficas el cómic aguante por ahí”.

Afable como el fondo de todos sus personajes, Ibáñez no quiere dar autores o líneas favoritas: “todos los cómics tienen algo que me gusta”, suelta como resultado de recordar que de pequeño los leía todos “aunque no tuviéramos dinero en casa”. El secreto: su familia guardaba “los cajones del quiosquero de la calle para que no le robaran el material y me lo leía todo, todo”. Con la misma paciencia de cada feria, ayer también se formó cola de periodistas y directivos para que les firmara sus álbumes. Unos pasos tras él, sin perderle de vista, discreta, una mujer: “Llevo toda la vida esperándole; ni en casa hay manera: cuando estamos a punto de marchar ya siempre me dice, ‘No, espera, que estoy acabando esto…’; la gente se cree que las historietas le salen de una maquinita o que las copia… No, nunca quería repetir, siempre quiere ser original y siempre ha trabajado mucho”, constata Reme, su esposa, con la que empezó a salir ese mismo año 1961, arañándole tiempo a los vecinos de ese loco inmueble, entre otras de sus criaturas.

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