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Como en las verdaderas obras de arte, si uno presta la suficiente atención y se desprende de ciertos prejuicios heredados sobre el género, los mangas de Jiro Taniguchi (Tottori, 1947-Tokio, 2017) operan en quien se acerca a ellos una profunda transformación interior. Sus grandes creaciones primero sirven para ser y sólo más tarde para hacer. Permiten entrar en contacto con una parte desconocida, olvidada de nosotros mismos y generan un impulso preciado y precioso que luego se podrá incorporar a todo lo que hacemos. Sus libros son un inmenso canto a lo más alto de la condición humana y nos hacen partícipes de una infinita ternura, admiración, compasión y respeto por todo lo existente. Enseñan a mirar el mundo de otra manera y a tener una vida más plena -entre otras cosas su sabiduría no condena la satisfacción del placer- porque en ellos cada experiencia, por nimia que sea, puede ser reveladora, única y sagrada.

Dos caminos

Sus cómics son bellísimos y deslumbrantes, poéticos y reflexivos y producen una honda emoción inteligente sin la necesidad de imponer una rígida teoría. Por un lado plantean al lector un camino exotérico (exterior), mezcla de historia y cultura nacional, de costumbres sociales y tradiciones familiares, que refleja la subyacente tensión entre progreso y tradición en la que han vivido los japoneses a partir de la era Meiji, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, y que muchas veces se expresa en la oposición entre campo y ciudad; y por otro, un camino esotérico (interior), amalgama de experiencias personales -relacionadas con sus tormentosos sentimientos hacia el padre-, de memoria recobrada -vinculada con su infancia y adolescencia-, de una especial sensibilidad hacia la naturaleza y de una actitud humanista y vitalista. No encuentro un autor más indicado para descubrir la idiosincrasia nipona, y también para descubrirse a uno mismo.
Aunque todo esto no sería así si no estuviese acompañado por un absoluto dominio de los recursos expresivos del manga. Taniguchi es un extraordinario dibujante cuyo trazo hunde sus raíces en la rica tradición del grabado japonés («ukiyo-e»), con claras influencias de Hokusai e Hiroshige, y en un sólido conocimiento de la pintura occidental, tal y como ha dejado patente en una de sus últimas obras, «Los guardianes del Louvre» (2013). Pero además ha sido un maravilloso narrador. Los criterios estéticos y narrativos con los que articula las secuencias de viñetas son magistrales. Basados en la sinécdoque, el contrapunto de encuadres -son famosos sus planos generales seguidos de primeros planos enfáticos que otorgan un especial protagonismo a los detalles-, o en los puntos de vista insólitos, proporcionan a su obra un estilo narrativo sosegado y contemplativo.
Recomendaría empezar por los libros que publicó en los 90, cuando dejó atrás las colaboraciones con distintos guionistas y comenzó un camino más personal -caso aparte es la adaptación en siete volúmenes junto con el guionista Natsuo Sekigawa de la novela «Botchan» de Natsumo Soseki que, con «Berlín» de Jason Lutes, son los mejores cómics de género histórico que se hayan dado a la imprenta-. Su primera obra maestra, y por la que indudablemente hay que empezar, es «El caminante» (1991), donde ya encontramos el estilo, personajes y temas característicos de nuestro autor: vagabundeos de quien no tiene nada importante que hacer, plena celebración de la existencia en lo cotidiano, mínimos acontecimientos que se transforman en instantes significativos, largos silencios elocuentes y el placer y la felicidad de quien siempre ve el lado bueno de las cosas y ayuda a los demás.

Tinte autobiográfico

Veinte años más tarde Taniguchi recuperará este mundo con «Furari» (2011), obra dedicada al cartógrafo, agrimensor y astrónomo del siglo XIX Ino Tadakata que elaboró el primer mapa completo de Japón. Después convendría leer las inolvidables «El almanaque de mi padre» (1994) y «Barrio lejano» (1996), obras magnas con un marcado carácter autobiográfico por las que Taniguchi ha recibido reconocimiento internacional. Historias de largo aliento centradas en el misterio de un universo familiar roto por el insoportable peso del «on», una ética de la deuda marcada por una compleja red de obligaciones y de responsabilidades que condiciona el comportamiento de la mayoría de los japoneses. Una vez leídas estas tres obras, el lector ya estará en condiciones de trazar su propia ruta. Pienso en «El gourmet solitario» o en su continuación «Paseos de un gourmet solitario» para los apasionados de la gastronomía japonesa; en «El viajero de la tundra» o «La cumbre de los dioses» para los amantes de la naturaleza; en «Los años dulces», «La montaña mágica», «Cielos radiantes», «El olmo del Cáucaso»... La lista podría ser muy larga.
Queden resonando como despedida para uno de los más grandes maestros de la narración gráfica los últimos pensamientos de «El caminante»: «El tiempo pasa con calma. Pequeña abertura de la vida cotidiana. No tenía nada que hacer. Camino lentamente por la orilla donde no hay ningún sendero».

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